In memoriam: Fernando Suárez
Archivado en: Miscelánea, In memoriam
Llega un tiempo en el que todo son recuerdos. Ya estando en esos días con aire postrero, cuando te encuentras con alguien conocido del pasado, verificas en esos primeros signos de su decrepitud esa vejez que también se ha apoderado de ti. Es lógico, ante semejante panorama, considerar que no sería raro que aquélla, la del encuentro fortuito con alguien del pasado, sea la última vez que ves a esa persona que, igual que tú, nunca ha de ser un rey entrando triunfante en Persépolis y ya cuenta en las nóminas de quienes pueden morir en breve. Cualquiera puede irse mañana, bien es cierto. Pero cuando llega esa edad de guardar treinta, cuarenta, cincuenta años de recuerdos, ya se está entre los primeros que va a llamar La Parca.
Llega un momento en que, esa fugacidad del tiempo que como obedeciendo a artes nigrománticas desvencija la belleza, se acelera. Es entonces cuando deja de ser un dicho que el devenir de los días discurre más rápido cuantos menos quedan. Como por arte de magia, las fotografías no interesan tanto por su calidad artística y empiezan a hacerlo por su carácter documental. Ya en esa sazón, todo son derrotas. Contra el destino nadie da la talla y “envejecer y después morir”, como escribe el gran Jaime Gil de Biedma en No volveré a ser joven, resulta ser el único argumento de la obra.
No sirve de nada llevar escuchándolo desde que, recién acabada la infancia -quizás el único periodo de la existencia en que se esconde al ser humano la fugacidad de todo porque lo es la vida misma-, cuando, de pronto, te sientes de lleno en la senectud y las fuerzas te empiezan a fallar. Los más bellos versos de los poetas lascivos, los conjuros de quienes dieron vueltas a las artes nigrománticas durante siglos, son tan inútiles -y necios- como todo ese discurso del buen rollo de los más simplistas que va desde llamar “tercera edad” a la vejez y decir que la ancianidad es un estado mental. La senectud es el comienzo del fin de la vida, la antesala de la muerte y nada más.
Yo, que ya de niño -en mi necedad de entonces- ansiaba cumplir años para tener recuerdos y darme al placer de la nostalgia, que siempre es mucho más dulce de lo que imaginan quienes nunca se acuerdan de nada, he encontrado en la memoria un solaz mucho mayor del que esperaba para esa ancianidad que, pese a ser una expresión tomada del lenguaje del fútbol -que aborrezco como todos los deportes-, bien podríamos definir como “el tiempo de descuento” de nuestra existencia. En fin, una memoria que estos días se ha visto aguijoneada por el reciente óbito de Fernando Suárez González. Hombre bueno, siempre de trato afable y jurista excelente, fue uno de los artífices de la Transición política que puso fin a la dictadura, pese a que, en los titulares de las noticias necrológicas publicadas tras su fallecimiento el pasado veintinueve de abril, se hayan limitado a decir que fue el último ministro de Franco que quedaba vivo.
Como es bien sabido, González es uno de los apellidos más frecuentes en España, pero el segundo suyo era el mismo que el segundo mío. Su madre y mi madre eran primas en segundo grado. Por eso él y yo guardábamos tan grato recuerdo de nuestra tía Upe (Guadalupe), que tenía un estanco en el barrio Húmedo de León, donde ayudarla a despachar tabaco era una “institución familiar”, como él decía. Aún me reconforta la evocación de la disposición de las cajetillas de cigarrillos sobre una mesa camilla, que había tras el mostrador, a la cual nos sentábamos. Aquella era la España de las señoras de antes, que te ofrecían gentilmente meter las piernas bajo los faldones de la mesa camilla para acercar los pies al calor del infernillo que allí había. Aquella era la España en la que fui el niño más feliz del mundo.
Mi familia, como la mayor parte de las familias españolas de entonces, aunque ahora lo nieguen, era franquista y Fernando Suárez -junto a su hermano José María- uno de sus orgullos. Su brillante paso por la universidad de Bolonia -donde se doctoró en Derecho con la tesis L’eccesiva onerositá sopravvenuta della prestazione del datore di lavoro- tenía a mi madre y a mis tías fascinadas. Recuerdo perfectamente cuando le conocí: fue una mañana en los años 60, en la madrileña Estación del Norte. Era muy alto, recuerdo su estatura -al igual que su altura moral- y sus iniciales bordadas en sus camisas. Era todo un señor de los del siglo pasado. Entonces, cuando le vi por primera vez, dirigía el colegio mayor Covarrubias en la Complutense. Había entrado en política, en sus años de estudiante en Oviedo, como delegado del SEU. Pero debió de ser, ya durante su etapa madrileña, cuando fue nombrado jefe central de enseñanzas de la Delegación Nacional de Juventudes. En este cargo, jugó un papel fundamental en la reforma de la Formación del Espíritu Nacional, aquella asignatura que estudiábamos en libros de la editorial Doncel, de la que aún se queja el presunto José Luis Ábalos.
Yo no solo estudié Formación del Espíritu Nacional con sumo agrado, también fui de la OJE, la Organización Juvenil Española, nacida de los restos del Frente de Juventudes. Recuerdo un campamento en La Vecilla, un pueblo de León. El hermano de Fernando, José María Suárez, un alto cargo del Movimiento en aquella región donde siempre me ha querido tanto mi familia, consciente de que yo sólo como lo que me gusta, había dado orden de que al flecha de Madrid -es decir, a mí-, le sirvieran aparte la comida.
Eran más, pero aquellos dos hermanos Suárez González fueron especialmente buenos con mi madre y conmigo. Jamás olvidaré cuánto agradeció la autora de mis días -esos mismos a cuyo fin ya empiezo a aproximarme- que en 1970 Fernando Suárez le buscase un trabajo en la Organización Sindical Española. Aquel empleo, que empezó a simultanear con el de aquel colegio del “final de la calle del Bosque”, donde por las tardes daba clases de inglés, trajo a nuestra casa una prosperidad desconocida hasta entonces. Sin olvidar esas primeras lecciones de la lengua de Shakespeare, que mi progenitora siguió dando al acabar la jornada en el colegio a alumnos particulares y en una academia de mi barrio (Aluche) hasta que la enfermedad, que al cabo de siete años la llevaría a la tumba, le impidió seguir trabajando en tres sitios para sacarme a mí adelante. Nunca haré honor a aquellos esfuerzos. Pero sí quiero dejar constancia de lo bueno que fue con nosotros el último franquista.
Ya andando los años 70, la carrera política de Fernando Suárez, que desde el 67 se venía desarrollando como procurador en las cortes por el tercio familiar de la provincia de León, conoció todo un despegue cuando en 1973 fue nombrado director general del Instituto Español de Emigración. Yo entonces era hippie y no me enteraba de nada. Pero, ya en este tiempo de descuento de mi vida, aún recuerdo a mi madre y a mis tías elogiando la magnífica labor, que estaba llevando a cabo Fernando Suárez, para mejorar las condiciones de aquellos compatriotas que se veían obligados a emigrar por la necesidad y eran tratados poco menos que como animales en los países de acogida. Aquellas naciones que por despreciar aquella España en la que fui el niño más feliz del mundo, decían que África acababa en los Pirineos.
Y sí que debió ser buena su labor de entonces porque, a raíz de ella, fue nombrado ministro de Trabajo del último gobierno de Franco. Y fue entonces cuando en aquella España, Fernando Suárez legalizó la huelga. Al menos eso era lo que decían mi madre y mis tías. Tras la muerte del dictador fue cesado a petición propia cuando se incluyó el presupuesto de la Seguridad Social en los presupuestos generales del Estado y jugó un papel destacadísimo en la Transición, como miembro de la ponencia que defendió, en las antiguas cortes, aún franquistas, el famoso Proyecto de Ley para la Reforma Política. En realidad, Fernando Suárez venía siendo un reformista desde que contribuyó a cambiar el paradigma de la Formación del Espíritu Nacional, que, con anterioridad a su reforma, obedecía a los mismos parámetros impuestos tras la Guerra Civil.
“La dictadura por la ventana”, tituló la prensa en sus portadas en la mañana que siguió al día de aquella histórica votación, cuando esa ley, que habría de acabar con el antiguo régimen, el Movimiento, comenzó a ponerse en marcha por los franquistas más ponderados, los que sabían que la España de Franco había acabado inexorablemente. “Un pasado que nunca va a volver”, recuerdo que dijo Adolfo Suárez. Sus antiguos compañeros, los franquistas más recalcitrantes, que empezaron a ser conocidos como “el búnker”, despreciaron a los reformistas tanto como lo hace ahora esta gente que nos gobierna en base a sus mentiras y a su falta de escrúpulos. Estos que han aprendido la historia de España en las casas del pueblo, en el odio que les inculcaron sus padres y sus abuelos y en la lectura de esos hispanistas británicos, que escriben al dictado de los nietos de quienes, habiendo perdido sus abuelos la guerra, han decidido ganarla por ellos ahora, abriendo las tumbas de los muertos de entonces.
Corría 1980 cuando yo personalmente traté más a Fernando Suárez. En aquel tiempo, él era diputado de Alianza Popular. En la nueva España seguía siendo ese familiar muy importante, y siempre bien dispuesto para ayudar a quien lo merecía, que había sido en aquella España en la que fui el niño más feliz del mundo, en cierto modo gracias a él. Llegado ya el momento de orientar mi vida, resolví dedicarla al muy noble y siempre improductivo oficio de las letras. Ante semejante drama, a mi madre -que en buena medida me había predispuesto a tan desatinado oficio al inculcarme su amor a los libros desde antes de saber leer- no se le ocurrió nada mejor que llamar a Fernando Suárez y él, que probablemente fue profesor del Derecho del Trabajo, antes que nada -acabó siendo catedrático emérito de esta disciplina por la UNED-, y que, como cualquier docente que se precie, siempre gustó del trato con la juventud, le dijo que yo le fuera a ver.
En efecto, comencé a visitarle en su despacho de la calle Serrano Jover, justo detrás de El Corte Inglés de Princesa. Todas las semanas, durante varios años, fui gustoso allí a hablar con él. Escuché sus consejos -que tanto me ayudaron cuando yo empezaba a publicar- con la misma buena disposición que él mis desatinos. Hablamos largo y tendido de poesía. De César Vallejo, su España, aparta de mí ese cáliz (1939) era su título favorito. Recuerdo su forma de contar con una mano las sílabas de los endecasílabos, “el verso por antonomasia”, sostenía. Me hizo ver que Hemingway fue el primer mercader de la gran literatura, así como la grandeza de esa estrofa de El libro del buen amor (1330-1343) en la que Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, cita a Aristóteles. Era tan grato departir con él sobre literatura -y hablar de literatura, como hablar de cine, no es otra cosa que hablar de la vida-, que fue una de las pocas personas que he ido a ver al hospital, al Ramón y Cajal, el Piramidón, cuando fue ingresado por no sé qué dolencia en los riñones.
Dejé de visitarle regularmente en su despacho de Serrano Jover allá por el 86. Debió de cerrarlo entonces porque aquel fue el año en que le eligieron democráticamente diputado por España en el Parlamento Europeo. Unos meses después yo publicaba mis primeras novelas y empezaba a escribir en algunos periódicos y revistas de finales de los años 80, en la prensa de la Movida -Madrid Me Mata- venía haciéndolo desde comienzos de esa misma época. Una de las últimas veces que le vi, me comentó que había leído una colaboración mía en El país imaginario de Moncho Alpuente.
Pero lo que recuerdo con más emoción es cuando, ya andando los años 90, me llamó a casa para decirme que había comprado en un Vips la novela que escribí sobre mi madre aguijoneado tras su fallecimiento -God Bye, señorita Julia (Mondadori, 1993)- y que “la vieja España se daba por aludida” y agradecía mi recuerdo. En efecto, en aquellas páginas yo reconocía la ayuda que un “familiar nuestro, muy importante en la vieja España” nos había prestado siempre a mi madre y a mí. Aquella llamada fue para celebrar el buen recuerdo que yo guardaba de su bonhomía y comentarme que leía mis artículos en El Mundo. Se congratuló de que, pese a la dificultad, había conseguido ganarme la vida escribiendo. Aquella llamada fue la última alegría que me dio Fernando Suárez.
Por lo que a mí respecta, más que el último franquista, con él se fue el último de los hombres buenos de la vieja España -no quiero olvidar a mi padrino de bautismo, Carlos Urgoiti, al escribir estas palabras- que se portaron conmigo mucho mejor que mi padre, quien pertenecía a una de esas culturas alternativas que tanto gustan a esta gente que nos gobierna en base a las mentiras, las inmoralidades, las ordinarieces y las corrupciones.
Todavía fue en la primavera pasada, al visitar a los últimos dos primos que me quedan en León, mis queridos hermanos Becker, cuando ellos me dijeron que siempre que Fernando Suárez volvía por la ciudad -lo que hacía con frecuencia para recibir premios y homenajes pues fue uno de los leoneses más notables de su tiempo- les preguntaba por mí. ¡Qué gran persona!
Puesto que Fernando Suárez creía en Dios, que Dios le tenga en su gloria.
Publicado el 29 de mayo de 2024 a las 18:30.